Ni sí, ni no.
No voy a entrar en polémicas de
si Halloween sí o no, a mí esto me da igual.
Tengo un hijo adolescente que se lo ha pasado (antes,
cuando estaba en contacto con el mundo de los vivos y de los muertos) en grande, pidiendo caramelos y viendo pelis de miedo en
casa con sus amigos, así que, esa es toda mi opinión.
Independientemente de la adopción
(o no) de tradiciones ajenas, me quedo con las
nuestras, que creo que no son del todo incompatibles con las de fuera.
En esta época del año, me gusta
visitar el cementerio, comprar unos huesitos de Santo, comer castañas asadas, ver
una representación de “El tenorio” y releer (mil veces más) a Bécquer.
El Monte de las Ánimas
La
noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su
tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco
en Soria.
Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez
aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve
tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto
lo hice.
Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y
la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir
los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche. Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el
caballo de copas.
I
–Atad los perros; haced la señal con las
trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La
noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las
Ánimas.
–¡Tan pronto!
–A ser otro día, no dejara yo de concluir con
ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras;
pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y
las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del
monte.
–¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres
asustarme?
–No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede
en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos.
Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino
te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y
bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus
magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que
precedían la comitiva a bastante distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso narró en
estos términos la prometida historia:
–Ese monte que hoy llaman de las Ánimas,
pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los
Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los
árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la
parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla;
que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.
Entre los caballeros de la nueva y poderosa
Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin,
un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza
abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los
segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las
severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus
enemigos.
Cundió la voz del reto, y nada fue parte a
detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de
estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella
las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos
lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el
monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar
tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el
monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la
capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se
enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.
Desde entonces dicen que cuando llega la noche
de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de
los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería
fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados,
los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han
visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los
esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he
querido salir de él antes que cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente
cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad
por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de
incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras
calles de Soria.
II
Los servidores acababan de levantar los
manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel
despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que
alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los
emplomados vidrios de las ojivas del salón. Solas dos personas parecían ajenas a la
conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en
un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la
hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz. Ambos guardaban hacía rato un profundo
silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche
de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos
representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria
doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.
–Hermosa prima –exclamó al fin Alonso
rompiendo el largo silencio en que se encontraban–; pronto vamos a separarnos
tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y
guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído
suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia;
todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus
delgados labios.
–Tal vez por la pompa de la corte francesa;
donde hasta aquí has vivido –se apresuró a añadir el joven–. De un modo o de
otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que
llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias
a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El
joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso
estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una
desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al
altar... ¿Lo quieres?
–No sé en el tuyo –contestó la hermosa–, pero
en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de
ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir a
Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció
estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con
tristeza:
–Lo sé prima;
pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de
ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió
la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en
silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas
y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas,
y el triste monótono doblar de las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido
diálogo tornó a anudarse de este modo:
–Y antes de que concluya el día de Todos los
Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad,
dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? –dijo él clavando una mirada en la de su
prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.
–¿Por qué no? –exclamó ésta llevándose la mano
al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha
manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de
sentimiento, añadió:
–¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a
la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la
divisa de tu alma?
–Sí.
–Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y
pensaba dejártela como un recuerdo.
–¡Se ha perdido!, ¿y dónde? –preguntó Alonso
incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y
esperanza.
–No sé.... en el monte acaso.
–¡En el Monte de las Ánimas –murmuró
palideciendo y dejándose caer sobre el sitial–; en el Monte de las Ánimas!
Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
–Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces;
en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo
aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado
a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el
ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies, son despojos de
fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y
he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida,
y nadie dirá que me ha visto huir del peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría
por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche...
esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la
oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora
a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus
fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más
valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su
fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa
imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido
exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde
saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:
–¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir
ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de
difuntos, y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase, la recargó de un
modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga
ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la
frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su
corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún
inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
–Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.
–¡Alonso! ¡Alonso! –dijo ésta, volviéndose con
rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había
desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un
caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de
orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor
que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus
cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las
campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
III
Había pasado una hora, dos, tres; la media
noche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no
volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
–¡Habrá tenido miedo! –exclamó la joven
cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber
intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en
el día de difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado
las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto,
ligero, nervioso. Las doce sonaron en el
reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana,
lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su
nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento
gemía en los vidrios de la ventana. –Será el viento –dijo; y poniéndose la mano
sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con
más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus
goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente. Primero unas y luego las otras más cercanas,
todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden,
éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador.
Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la
media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de
perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van
y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan,
respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que
anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no
obstante en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la
cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos;
se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio. Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las
crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando
dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras
impenetrables.
–¡Bah! –exclamó, volviendo a recostar su
hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho–; ¿soy yo tan miedosa
como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al
oír una conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en
vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más
pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de
brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban
sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible,
pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se
acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de
su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la
cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el
agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los
ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de
la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las
ánimas de los difuntos.
Así pasó una
hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a
Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los
primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es
tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del
lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un
sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal
descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada
la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron despavoridos a
noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había
aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la
encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de
ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los
labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!
IV
No es mi fiesta pero la celebramos, incluso nos disfrazamos (en casa) y los peques preparan comida de monstruos y momias, nos inventan un cuento y hacemos fotos, tenemos caramelos para cuando llaman a la puerta y pasado todo empezamos con las castañas y los dulces típicos de toda la vida. ¡Que me gusta un don Juan! recuerdo algunos que vi por la tele. Abrazos y gracias por traer a Bécquer
ResponderEliminarEs lo suyo:divertirse.
EliminarBueno todo lo que sea sumar esta bien pero sin olvidar nuestra raíces , y sobre todo saber valorar lo que tenemos .
ResponderEliminarMuy bueno el don Juan ..
Un abrazo Alicia.
Se puede llevar todo a la vez.
EliminarBesis, campi.
Realmente interesante ...
ResponderEliminarSaludos
Mark de Zabaleta
Besos, Mark.
EliminarHalloween es un absurdo
ResponderEliminarY nosotros imitamos
Besos
Muy bien, Alicia. Cero polémica. Pero fíjate que yo opino que... (jajaja, broma, no te asustes).
ResponderEliminarMuchos besitos.