Los zapatos de suelas rojas.


Es esa hora en la que todo cambia, cae del cielo una especie de gas azul que envuelve el ánimo de las personas, la bóveda celeste va adaptándose a sus nuevos colores: naranja, añil, violeta, el sol se retira sin prisas, sin hacer ruido y sin deslumbrar a nadie en su retirada.

En el interior las cosas son muy distintas, las luces artificiales arrojan un halo mortecino y frío a la estancia. Ya no queda nadie, sólo la mujer anónima sigue delante de su ordenador de última generación, en su sillón de diseño de cuero negro, en una mesa de madera que diseñaron expresamente para ella, en un entorno que pretende ser acogedor pero que resulta aséptico y frío.
La mujer se retira el pelo de la cara, suspira, mira el impaciente baile del cursor del ordenador que espera centelleando la siguiente palabra, el siguiente dato, suena el teléfono de la recepción, nadie contesta, la voz afectada de un contestador indica el horario comercial y de nuevo, por fin la paz, el silencio, el vértigo, el miedo al silencio ensordecedor que llena de ruidos el alma y la mente.

Sigue el cursor gritando en silencio que el trabajo no ha terminado, que hay mucho por hacer, de repente el fax empieza a escupir folios impresos, la mujer anónima ensimismada en sus recuerdos vuelve a su despacho, a sus muebles de diseño y a sus interminables datos. Está cansada, pero no tiene prisa, nadie la espera en casa, total el gato del vecino reclamando su tazón de leche, la programación de televisión , un libro, nadie a quien contarle todo lo que ha hecho hoy.

Los sonidos del exterior llegan amortiguados por el doble acristalamiento, la limpiadora entra y empieza a bajar persianas y limpiar papeleras, cualquier contacto con el exterior ha quedado frustrado. La mujer anónima, hoy más agotada que nunca, más triste y a la vez feliz que nunca, da por concluido el día y decide dejarlo todo y volver a casa.
Baja en el ascensor, un viaje meteórico hasta el parking, apunta con la llave a su coche que enciende las luces y abre las puertas en señal de saludo, se sienta en su sillón, con tapicería de cuero beig y arranca el silencioso motor de su cochazo de lujo.

Sale al exterior, la ciudad va perdiendo sus últimos brillos, el cielo se repliega sobre sí mismoy allá en el horizonte, las primeras estrellas centellean a lo lejos. Las luces de los edificios se reflejan en los capós de los coches, la ciudad va cambiando por momentos, cambia el paisaje,las personas, todo cambia sin luz.

 La mujer decide al llegar a casa, no meter el coche en el garaje, le apetece andar, respirar el aroma dulzón de las noches de primavera. Acompaña al repiqueteo de las suelas rojas de sus zapatos un quejío flamenco que se descuelga de algún balcón y una melodía silbada de un transeúnte que sonríe a su paso.

Camina sin rumbo, contemplando el mar que anda un poco revuelto, más que de costumbre. Se para en el puente a medio camino entre ambos lados. Las luces del puerto se reflejan en el agua en una especie de danza ritual. La mujer mira el horizonte, despojado ya de toda luz, mira al cielo, mira al mar y se pregunta cuál es su sitio, después sin decir nada más se lanza al mar en un intento desesperado por ser libre, dejando a un lado los zapatos de suelas rojas.

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