Para volver.

Era yo joven y vivía en Londres (una etapa, crazy, crazy), me gustaba pasear a la orilla del Thames.

 Perderme por las tiendas de  Carnaby Street, tomar un café al abrigo de Covent Garden escuchando música clásica , siempre había un cuarteto maravilloso que amenizaba las tardes de confidencias y reflexiones.

Me encantaba visitar Neal´s Yard, un rincón soprendente en el corazón del viejo Londres, dónde huele a comida y los colores tropicales rompen con la austeridad londinense.

La ciudad, siempre en movimiento, siempre en ebullición me enamoró desde el minuto cero, me fascinaron la libertad, el anonimato,  la oportunidad de conocer gente de todos las culturas y religiones.

El Londres de día y el Londres de noche.

Y caí rendida ante el maravilloso espectáculo de sus parques, gente leyendo, grupos de personas practicando Tai chi, luz (aunque parezca mentira en Londres), colores imposibles, ardillas que correteaban entre los bancos, maravilloso.

Si el tiempo no acompañaba, lo que era muy a menudo, uno de mis rincones era la National Gallery, toqué (aunque había mil carteles prohibiéndolo)  la priedra Rosetta, me estremecí ante la grandiosidad de los sarcófagos.

 Pero siempre, siempre, me paraba a contemplar este Renoir, el pintor de la alegría, y sí , alguna vez se me escapó una lagrimilla o dos, delante de esta obra.
Quizás no sea una de las más conocidas, quizás no sea la mejor, pero hay  algo en los colores, en la delicada transparencia del agua, en la luces...no lo sé,  me emocionaba hasta la lágrima (vaya por delante que soy muy llorona).

The Skiff (La Yole)

Pues ahí os dejos los retazos de una ciudad que me fascina, que amé desde que aterricé.

Dicen que no debes volver nunca al lugar dónde ha sido feliz, bueno, yo creo que Londres sí es un buen sitio para volver, siempre.