Los pueblos.
El verano invita a viajar, a salir de la ciudad, dejar atrás los escenarios del estrés y de la agonía insalubre del día a día, y escapar a un prohibitivo y masificado entorno paradisíaco.
En los últimos años con la
llegada de las RRSS (¡ah, que maravillosas para unas cosas y qué peligrosas para otras!) parece que, si no coges un avión, si no sales del país, no
te has ido de vacaciones.
Lo primero es la fotito de estado de los pinreles en una playa paradisíaca con una Caipiriña al lado, con una frasecita del tipo “aquí, sufriendo”,
Bali, ¿por qué no me puedo quedar aquí?’”.
Ahora para descansar y conectar
con tu yo, tienes que ir Tailandia, (que debe estar Tailandia petao de gente
que se ha perdido o que no se acuerda de quien es), y claro, lo tienes que postear, que a ver si has ido hasta
allí, y al final no encuentras contigo
mismo, y sobretodo no se entera el mundo.
Poca gente habla de la realidad de destinos como, Bali, Santorini o Tulum, (básicamente, la foto del Insta, te la haces mientras hay una cola de personas esperando para hacer la misma foto, con la misma pose, así que, más vale que salgas mona a la primera, o mejor, que el sufrido fotógrafo sea capaz de sacarte sin papada, sin arrugas, con los ojos abiertos y con la sonrisa de la Gioconda, porque no hay más oportunidades).
Poco o nada queda de las
vacaciones en el pueblo. Aquellas vacaciones en las que viajaba una familia
entera, abuela incluida, en un Citroën Palace, con una sandía, recién comprada
en un punto indefinido de la carreta, a los pies, que daba tumbos de un lado a otro del suelo del
coche, mientras en el cassette sonaba El Fary.
Viajar al pueblo era volver a la
indolencia de las horas lentas, a los atardeceres jugando junto a la iglesia, al
silencio sepulcral de las horas de la siesta, sólo acompañado por el sonido de
un reloj de pared.
Era comer fruta fresca, previamente
sisada de la huerta de un vecino, era morder un tomate que sabía a tomate de
verdad, era la mayor y más placentera sensación de libertad, que los niños de
los 70-80 conocimos, no había peligro, no había horarios, sólo una tarde eterna
y la ingenua seguridad de creerse invencibles, poderosos: inmortales.
A veces, los lugares más bonitos e interesantes están
cerca, muy cerca, como las personas bonitas, y casi siempre se nos pasan por alto.
Se nos olvida que las cosas
importantes son esas a las que no prestamos atención cuando ocurren: las cosas
pequeñitas, esos detalles por los que la vida (a veces) merece la pena.
Me gustaría volver a los pueblos,
a saberme conocida, a la inocencia de la infancia, a sentirme segura en un
sitio, a saber que nada es importante, a las horas lentas, a las siestas largas, a dejar que el jugo de melocotón
me gotee por todo el brazo, porque nadie me va a hacer una foto y lo que es
mejor, a nadie le importa si me he manchado.
Está bien, muy bien, viajar, conocer culturas y paisajes pero hay que guardar tiempo para veranear en casa, nuestras playas , nuestros monumentos... Abrazos
ResponderEliminarCuanta razón tienes. BESICOS.
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