El viaje



El autobús subió renqueando la última cuesta. La carretera, blanca de sol, se extendía delante de ella sin transmitirle nada; desolación, lejanía, un vacío cruel. Detrás de una curva apareció el pueblo: un cúmulo de casitas blancas que parecían haber resbalado desde lo alto de la ladera, y se amontonaban en la parte baja. Dando unos tumbos tremendos en los baches, el vehículo, por fin, detuvo la marcha. Había llegado. Estaba en la plaza del pueblo. A pesar del sopor de la hora, una pequeña multitud salió a recibirles: niños mocosos, señoras curiosas que dedicaban esa hora de la tarde a informarse de las novedades del pueblo (pocas o ninguna), señoritas engalanadas ávidas del médico, del notario, del forastero en fin, que las sacara de aquél rincón, los señores que se asomaban a la puerta del casino para poder luego hablar, en ese mundo que sólo les pertenecía a ellos, de los visitantes.

Recogió su maleta.Al mismo tiempo, una señora vestida de negro de arriba a abajo le tendía una mano y le dedicaba una sonrisa franca. No necesitaba ser amable con nadie, no quería serlo, había llegado hasta ese pueblucho huyendo, no buscaba nada, ¿o se estaba buscando a sí misma?.  Se olvidó de quien era, de quien fue, no tenía tiempo para esas cosas, estaba muerta y nadie lo sabía.

Dicen que el viaje más largo y más difícil es el que se hace al interior de uno mismo, en ese momento, en ese preciso instante lo supo, supo que después de ese viaje, nada volvería a ser lo mismo, estaba iniciando una especie de éxodo hacia si misma, que seguramente no tenía vuelta atrás y eso le producía vértigo.

El viento levantaba del suelo una espiral de partículas doradas que golpeaba en las ventanas de las casas y en los balcones. En algunas calles, un hilillo de agua con jabón resbalaba perezoso cuesta abajo.

Se amontonaban los recuerdos, las vivencias, el miedo. Quería salir corriendo (otra vez), pero esta vez no lo haría, esta vez se quedaría para poder ver el final.

Su terapeuta se había empeñado en diagnosticar depresión. Siempre había pensado que eso era exclusivo de gente débil, y ella no lo era. Nunca pensó que pudiera pasarle a ella, pero le pasó.

Era un día normal, su marido y su hijo fueron al cine, ella se quedó en casa trabajando, no quiso ir, ¿por qué no quiso ir?. Al cabo de una hora, habían llamado a la puerta: "somos de la policía, ha habido un accidente...". . Nada más. El mundo se acabó en ese instante. Había olvidado lo que vino después. Se apagó la luz del sol. Se acabó todo. Si hubiera ido...si hubiera ido, ahora ella no estaría sola en el mundo, estarían los tres muertos, o los tres vivos. Ahora ella estaba muerta por dentro y nadie parecía advertirlo....

Todo el mundo se había empeñado en que tenía que mirar al futuro ¿qué futuro?, ¿qué te puede hacer mirar adelante cuándo ya no queda nada?.

Llegaron a una casa como las demás. Una encantadora casita de adobe con la fachada encalada, tenía una parra en la entrada, dos sillas de enea bajo la sombra que arrojaba, un botijo junto a una mesa desvencijada y un banco de piedra . La puerta estaba carcomida por el implacable paso del tiempo, los remaches y el llamador estaban cubiertos de orín. La entrada era oscura, pero era fresca. La verdad es que le resultó agradable resguardarse del viento y el calor en aquél humilde  lugar. El aroma que flotaba en el ambiente la trasladaba a una infancia feliz y despreocupada.

- Encontrará eso que ha perdido- dijo la señora.

- Lo que he perdido no puede regresar.

- Usted lleva a dos muertos pegados al alma. Por mucho que le duela, la vida sigue, no se puede dejar de vivir porque no se encuentra el motivo.

- No tengo motivos para sentir nada, no me comprende, nadie lo hace, no importa...

Se quedó sola en el patio de la casa, era un lugar maravilloso, si no fuera porque estaba muerta, se hubiera sentado junto a la fuente a leer, hubiera aspirado el suave y dulzón perfume de las flores, se hubiera dejado llevar por la mágica paz que le transmitió ese lugar. Pero estaba muerta y los muertos no sienten nada.

























Comentarios

  1. Yo también llevo dos muertos encima. A mi madre y a mi hermana. No tengo el sentimiento de culpa que la protagonista de este relato tan bien escrito. La muerte de mi madre, como hijo, la tengo asumida desde pequeño. Que ella se va a ir antes. Es ley de vida. Pero no asumo la de mi hermana. En verdad, sí tengo sentimiento de culpa. Lloro más por mi hermana que por la falta de mi madre, cuando las quería a las dos igual. Pero no es lo mismo. Mi hermana era mi paralela, la de al lado, la que no se iba a ir nunca, porque aún siendo mayor que yo, me la imaginaba siempre a mi lado. Pero se la llevaron y me dejaron sólo. Sí, tengo amor, un estupendo amor, tengo padre, tengo tía. Pero me falta ese hueco, el hueco de mi hermana, esa parte de mí que como la protagonista está muerta. Pero yo sí siento dolor, mucho dolor, aunque para fuera esté siempre la sonrisa colgate. En fin, que te ha tocado a ti hoy el desahogo hija mía. Se siente, para qué escribes cosas como ésta jeje . Un abrazo.

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  2. Alfonso, eso que dices es precioso, un hermano no debe faltar nunca, mira que nos peleamos de pequeños, pero de mayores son nuestro apoyo,las personas que mejor nos conocen...
    Siento mucho que te falte tu hermana, nada de lo que te diga nadie te hará sentir mejor...ese hueco no lo va a cubrir nadie...
    Un abrazo!!!

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