Sola entre un millón

“Tuvo mil historias y olvidó olvidarles 
Malgastó caricias en los despertares 
Rellenó enteritos mil y un pasaportes 
Y ahora vengo yo a bajarla de ese viaje





Candela vivía sola, desde muy joven buscó la soledad.
Nunca fue feliz del todo, pero ¿Quién puede decir que es completamente feliz?
Decidió que su vida sería viajar y conocer mundo, por eso se hizo azafata de vuelo, cada noche un país, cada semana un continente distinto.
Pasaba casi toda su vida de avión en avión, abrazada por la impersonal funcionalidad de las tristes habitaciones de hotel, sumida en la desesperante soledad que ella misma eligió, apenas acunada por la efímera compañía del mini bar.
Se enzarzó en miles de amores fugaces, se refugió en brazos extraños que le templaban la piel, pero le enfriaban el alma.
Nunca amó, nunca quiso amar.
El amor era esa debilidad que se permitían las personas deleznables que ponían toda su fuerza y su voluntad en un sentimiento, que para ella era absolutamente ridículo. Tenía un juramento con ella misma:  no sufriría jamás, no permitiría jamás que su estabilidad quedara en manos de otras personas.
Pero la vida o el Universo, o el destino o lo que sea que nos guía,  da miles de vueltas y cuando menos lo esperaba, cuando estaba sola en la cola de la caja de una tienda en el aeropuerto, conoció al hombre más dulce y más guapo, que había visto en su vida.
Rafael llenó sus días de abrazos verdaderos, de tiernas sonrisas, de miradas de cariño, le apartaba el pelo de la cara cuando dormía, la miraba embelesado cuando contaba sus viajes, la acariciaba mientras veían una película, le daba calor en las lluviosas noches de otoño y hacía que cualquier gesto cotidiano estuviera lleno de una ternura y de unas emociones desconocidas para ella.
Y si, Candela,  la mujer que no sabía amar, aprendió a dar el alma en un abrazo y a recibir la inmensidad del Universo en una caricia.







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