María de los Ángeles y la divina virtud de la inocencia.

Desde que era una niña, coleccionaba estampas de Santos de todos los países.
Cada uno de ellos tenía una misión especial en su vida, cada
uno una función y acudía para cada caso al especialista en cuestión.
San José, experto en familias.
Con San José Maria de los Ángeles no tenía nada pendiente, porque su única familia es un hermano díscolo que seguramente no recordara que tenía una hermana y un gato aparecía y desaparecía como su antiguo dueño.
San judas Tadeo, especialista en imposibles.
Como aquella vez que pidió que el actor protagonista de su culebrón favorito, se dejara caer por el pueblo y acudiera a su casa empapado en sudor para pedir un poco de agua y cobijo, (huelga decir que sigue esperando que San Judas haga el milagrito)
Como aquella vez que pidió que el actor protagonista de su culebrón favorito, se dejara caer por el pueblo y acudiera a su casa empapado en sudor para pedir un poco de agua y cobijo, (huelga decir que sigue esperando que San Judas haga el milagrito)
San Pafnuncio y sus casos perdidos, tipo el tarambana de su
hermano.
San Antonio que era al que acudía todas las semanas para
pedir un buen novio
El bueno de San Antonio, le había visto el refajo, el sujetador, el muslo, y
hasta dar saltitos alrededor
de su capilla.

Acudía a él cada vez que los kilos que le sobraban (que eran muchos), le dificultaban la respiración y hasta los desplazamientos por la casa, de la que no salía más que para ir a misa.
Unos de esas tardes de misa y rosario, salía María de los Ángeles
de la Iglesia con su abanico negro, igual que el resto de su atuendo, negro por
papá y negro por mamá, y vio al hombre más bello, hermoso y absolutamente
perturbador que había visto en su vida.
Mejor que Carlos Javier Hernández el de los culebrones,
mejor que los protagonistas de las novelas rosa, mejor que nada de lo que sus
castos ojos hubieran visto jamás.
Andrés Eugenio Jesús, era un cubano guapo, fornido, con hablar dulce
y mirada seductora que se estaba refrescando en la fuente de la plaza.
Había llegado al pueblo huyendo, pero nunca dijo de qué.
A María de los Ángeles se le aceleró el pulso y le empezó a sudar
el labio superior y la frente.
No había duda: se había enamorado.
Cuando llegó a casa, por más que intentó quitarse esa imagen
angelical de la cabeza, no pudo.

Y así fue, como María de los Ángeles Castro de la Riva, que llevaba treinta años de tristes lutos, fue
cambiando su pelo, decidió vestirse con todos los colores del arco iris, porque sentía que su corazón rebosaba alegría, empezó a salir, y sonreía pícara a los hombres del pueblo.
Cada tarde veía al cubano que ponía ladrillos en una obra, mientras la miraba con su cara (cuidadosamente estudiada) de enamorado y entregado y ella sentía que flotaba.
Cada tarde veía al cubano que ponía ladrillos en una obra, mientras la miraba con su cara (cuidadosamente estudiada) de enamorado y entregado y ella sentía que flotaba.
Hablaron. Sonrieron. María de los Ángeles creyó que el
corazón se le saldría del pecho, cuando Andrés Eugenio Jesús tomó suavemente su mano y
la besó con una delicadeza extrema.
Fue feliz, estaba más guapa y radiante que nunca.
El cubano le arrancó la soledad a mordiscos, pero se fue, se fue, como era de esperar, y como había vaticinado medio pueblo.
El cubano le arrancó la soledad a mordiscos, pero se fue, se fue, como era de esperar, y como había vaticinado medio pueblo.
Se llevó las joyas, el dinero y la colección de estampas de
Santos, (a esto último la policía nunca supo dar una explicación).
Ahora María de los Ángeles
reza el rosario en casa, avergonzada, como está, de haberse enamorado de la
única persona que le demostró amor, aunque resultara ser todo una triste,
vulgar y desgarradora mentira.
Nunca es tarde....
ResponderEliminarSaludos